Valor añadido

Intentando demorar, inconscientemente, el momento de pulsar en «añadir», deslizaba la pantalla arriba y abajo sin prestar atención a lo que tenía ante los ojos. Lo que hacía era algo normal, no tenía nada de reprochable, y además no era su primera vez. Pero sentía cierta desazón.

La vía tradicional no le aportaba ningún valor añadido en el caso que le creaba ahora tantas dudas. Sin embargo, era innegable que allí en general lo trataban bien, lo asesoraban, le hacían «algún detalle»… Y también que, con las sucesivas visitas a lo largo de tantos años, se había ido creando, si bien no una amistad, sí una cierta confianza. ¿Valía la pena arriesgarse a deteriorarla por unos euros? Porque se quiera o no, a la larga, seguramente acabaría afectando al trato personal.

En ese momento pensó que esa vinculación implícita tenía sus ventajas, pues al conocerle ya sabían de sus preferencias (en ocasiones no tenía que explicar ni qué quería ni cómo), e incluso se beneficiaba de un pequeño trato de favor; pero también sus inconvenientes, como que costase más protestar o reclamar cuando algo no salía como debiera, o como la propia disyuntiva que le inquietaba.

Pero bueno, no había que darle más vueltas. Los comerciantes tenían que asumir la competencia del comercio electrónico (cuya frontera era cada vez más difusa), adaptarse para motivar a los clientes, y respetar sus decisiones. Así que, completamente decidido, seleccionó el modelo, la talla, el color, y fue a la pantalla donde se finaliza el pedido eligiendo la forma de envío, la dirección, y el método de pago. Y entonces saltó el avisó de que ese artículo se acababa de agotar, ¡y eso que quedaban 13 unidades en stock cuando se conectó a la aplicación sólo un rato antes!

La desilusión le duró sólo unos segundos, porque rápidamente cayó en la cuenta de que podría ir a comprarlo a su tienda de toda la vida. ¿O valdría la pena mirar en otra web? No lo tenía claro.


Redactado para la convocatoria de enero (infidelidad), de Divagacionistas.