Hacer las suficientes monerías como para alargar las visitas a amigos y familiares hasta que allí se tomase la merienda o se sirviese la cena. Conseguir que se notase que miraba de reojo, y con cara apenada, los juguetes de otros niños, hasta que me los prestaban. Caer evitando dañar la ropa y, a ser posible, el cuerpo. Calmarme interiormente cuando notaba que en mi corazón faltaba algo. Esquivar las palabras que hieren y la apatía de quienes me rodeaban. Conseguir material y ayuda escolar en los compañeros más cercanos.
Desde mis primeros años logré un nivel de excelencia en éstas y otras habilidades similares. Por aquel entonces no era consciente de que podía vivir de una forma más tranquila y amable, dedicando mi imaginación y mi intelecto a cosas más enriquecedoras, o incluso a cuestiones y experiencias pueriles, que sería lo que en realidad debería pasar. Esto no quiere decir que disfrutase de aquella situación y de tener que buscarme la vida en lo que se suponía que era un hogar. Porque ser, era duro, aunque entonces no me diese cuenta de lo que realmente era.
No es fácil criarse cuando en casa no falta el dinero pero sí la estructura. Te haces autónomo a la fuerza, maduras a marchas forzadas, y aprendes a satisfacer tus necesidades en cualquier circunstancia. En mi caso, afortunadamente, también aprendí a huir de modelos que intuía que no eran los adecuados.
Ahora, ya adulto, estoy muy bien valorado laboralmente, y muy bien remunerado, porque soy capaz de sacar las castañas del fuego a la empresa una y otra vez. Con mi nómina no me falta de nada, pero el precio a pagar ha sido muy alto. Porque, como cualquier otro superviviente, arrastro un trastorno de ansiedad por mi infancia perdida, y en ocasiones miro a la vida con añoranza. Esa es la herencia que me ha dejado lo que pretendía ser una familia, pero se limitaba a una suma de individualidades.
Redactado para la convocatoria de septiembre (sobrevivir), de Divagacionistas.