Habilidades

Hacer las suficientes monerías como para alargar las visitas a amigos y familiares hasta que allí se tomase la merienda o se sirviese la cena. Conseguir que se notase que miraba de reojo, y con cara apenada, los juguetes de otros niños, hasta que me los prestaban. Caer evitando dañar la ropa y, a ser posible, el cuerpo. Calmarme interiormente cuando notaba que en mi corazón faltaba algo. Esquivar las palabras que hieren y la apatía de quienes me rodeaban. Conseguir material y ayuda escolar en los compañeros más cercanos.

Desde mis primeros años logré un nivel de excelencia en éstas y otras habilidades similares. Por aquel entonces no era consciente de que podía vivir de una forma más tranquila y amable, dedicando mi imaginación y mi intelecto a cosas más enriquecedoras, o incluso a cuestiones y experiencias pueriles, que sería lo que en realidad debería pasar. Esto no quiere decir que disfrutase de aquella situación y de tener que buscarme la vida en lo que se suponía que era un hogar. Porque ser, era duro, aunque entonces no me diese cuenta de lo que realmente era.

No es fácil criarse cuando en casa no falta el dinero pero sí la estructura. Te haces autónomo a la fuerza, maduras a marchas forzadas, y aprendes a satisfacer tus necesidades en cualquier circunstancia. En mi caso, afortunadamente, también aprendí a huir de modelos que intuía que no eran los adecuados.

Ahora, ya adulto, estoy muy bien valorado laboralmente, y muy bien remunerado, porque soy capaz de sacar las castañas del fuego a la empresa una y otra vez. Con mi nómina no me falta de nada, pero el precio a pagar ha sido muy alto. Porque, como cualquier otro superviviente, arrastro un trastorno de ansiedad por mi infancia perdida, y en ocasiones miro a la vida con añoranza. Esa es la herencia que me ha dejado lo que pretendía ser una familia, pero se limitaba a una suma de individualidades.


Redactado para la convocatoria de septiembre (sobrevivir), de Divagacionistas.

Flexo

Lo habían explicado en aquellas charlas sobre técnicas de estudio del instituto, en las que además de enseñarnos a hacer esquemas y resúmenes, hablaban sobre cómo organizar un horario personal o como organizar los periodos de estudio. Decían que los diestros debemos poner la lámpara en el lado izquierdo de la mesa (los zurdos, obviamente, en el lado derecho), a una altura y con un ángulo adecuados. De no hacerlo así, nuestra propia mano proyectará una molesta sombra sobre el papel, justo en el lugar donde estamos arrastrando el bolígrafo, o el útil que estemos empleando.

Siempre pensé que esas cosas eran menudencias a las que no valía la pena prestar atención. Pero porque nunca me habían comentado como afectan a la escritura, y a la vida.

No me di cuenta hasta un día en que quise empezar un párrafo con la frase «Al verla su rostro se inundó de alegría». El flexo estaba bajo y en el lado incorrecto, y con la sombra de marras apenas podía distinguir mi caligrafía. Cuando fui añadiendo más líneas y mi muñeca fue bajando por la parte blanca de aquel folio, pude distinguirlo claramente. Ponía: «Al verla su rostro se inundó de melancolía».

Pensé que había sido un simple despiste, una mala jugada del inconsciente, así que taché la palabra incorrecta y escribí: «alegría». Una a, una l, una e, una g, una r, una i con tilde, y una a. Pero al apartarme ligeramente, allí estaba de nuevo: «melancolía» —justo al lado de otra «melancolía» cruzada por una línea horizontal—.

La pluma tembló en mi mano. Miré atrás por si había algo raro en la penumbra que envolvía la habitación, y eché la mano al flexo para iluminar una porción más amplia de aquel espacio. Y casi entré en shock viendo como las palabras volvían a su estado original. La intensa luz de la bombilla azul transformó el contenido de aquel escrito, que volvía a hablar de alegría —por partida doble, tachada y limpia—.

En los meses siguientes fui experimentando y, poco a poco, controlé la técnica. Redactaba historias y pequeños poemas que, una vez finalizados, leía bajo diferentes luces, ángulos e intensidades, para que se volviesen optimistas o pesimistas. Pero siempre me queda la curiosidad de saber qué tono tendrán cuando apago la luz.


Redactado para la convocatoria de mayo (luz), de Divagacionistas.