Era tan beneficioso para él, y tan fácil: ¡sólo con dos pulsaciones bastaba! Y sin embargo nunca se lo había planteado en serio.
Hasta que llegaron los días en que sus hombros se tensaron permanentemente. En que su sueño, ya incómodo de por sí, se fragmentó en pequeños duermevelas. En que su eficacia de antaño lo abandonó, convirtiéndolo en una suerte de funambulista laboral. Aunque continuaran llegando estímulos, obligaciones y curiosidades, tenía que desconectar.
Así, por la mañana, justo después de que sonasen las notificaciones que su aplicación de calendario le envíaba puntualmente con los recordatorios de la agenda, cogió su smartphone y, sin siquiera desbloquarlo para ver lo que le esperaba ese día, apretó la parte inferior de la tecla del volumen. Observó como, en la parte superior de la pantalla, el icono de la campana mutaba en otro que imitaba un teléfono moviéndose, y suspiró. Ya estaba: ahora viviría más tranquilo.
Pero no fue así. Cambiar una configuración mental no es tan fácil como hacer lo propio en un dispositivo. Y aunque ya no tenía esas melodías y sonidos reclamándole atención constantemente, miraba el móvil incluso más que antes, ya que además de cogerlo cada vez que vibraba, se apoderó de él el síndrome de la llamada imaginaria. Con frecuencia se sorprendía a sí mismo sacando el teléfono del bolsillo por haber notado un cosquilleo en el muslo, para comprobar después que no había ninguna llamada perdida ni mensajes pendientes; eran sensaciones fantasma.
Una noche, posó el teléfono en la mesa de cristal del salón y se reclinó en el sofá para descansar algo antes de cenar. Al rato, entró una llamada que dejó al aparato correteando un tiempo sobre la superficie transparente, y produciendo un molesto e inquietante castañeteo.
Su salud mental no aguantaba más. Se incorporó con rapidez, tomó el móvil en la mano, y repitió con valentía el gesto de unos días antes. Volvió a tumbarse, con los pies sobre el reposabrazos y la mirada perdida en la habitación, y supo que volvían a llamar porque la iluminación de la pantalla se reflejaba en las paredes y el techo. Pero ni se inmutó: había llegado el momento del silencio, del silencio total.
Sólo faltaba que algún día llegase también el de la oscuridad.
Redactado para la convocatoria de febrero (silencio), de Divagacionistas.
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