Socio

Sentía un poco de vergüenza mientras se dirigía a la sala. Tenía miedo de que alguno de los habituales lo reconociese y preguntase o comentase algo sobre su enésimo periodo de ausencia. Pero se tranquilizó en cuanto cruzó la puerta: todo eran caras nuevas, y los desconocidos no podrían distinguir si se estrenaba o si retomaba.

Intentando aparentar los automatismos de quien realiza los mismos gestos todos los días, apoyó la toalla y el botellín de agua en la consola de la cinta de correr, se subió, y pulsó el botón de inicio. Caminó un par de minutos, para no forzar las articulaciones, pero sobre todo para recordar la sensación del tapiz rodante bajo los pies. Luego fue subiendo progresivamente la velocidad hasta que la pantalla indicaba unos poco fiables 10Km/h. En menos de lo previsto sudaba y jadeaba como si estuviese finalizando un maratón en un día caluroso. La verdad es que no lo recordaba tan cansado, y eso que antes hacía calentamientos de 20 a 30 minutos, rondando a un ritmo bastante más alto.

Detuvo la cinta y se subió a la bicicleta estática. Pensó que en ella, al haber menos impacto, y estar sentado, podría calentar de forma más tranquila. Pero la postura se le hizo extraña, se le cargaban las muñecas al pedalear de pie y, lo peor de todo, le empezó a doler el culo al instante. Eso sí fue un mazazo moral: ¡él que hasta había hecho el curso de monitor de spinning!

Como entre ambos aparatos ya había calentado, o al menos se había puesto colorado, decidió empezar una rutina de fuerza. Una suave, con poco peso y pocas repeticiones, que no es plan de lesionarse justo el primer día que vuelves al gimnasio. La mayor parte de aparatos no recordaba ni cómo se usaban —si es que algún día lo supo—, el contacto con las mancuernas y kettlebells le pareció muy brusco, y los ejercicios con el propio cuerpo los vio aburridos.

En menos de media hora estaba de nuevo en el vestuario, pensativo. Tal vez se había equivocado al dejarlo hacía unos meses cuando había conseguido enlazar varias semanas con continuidad; o minusvaloró lo rápido que había perdido la forma, y el esfuerzo que le costaría recuperarla. O tal vez, simplemente, planeaba pagar y no ir, apaciguar la cabeza sabiendo que es socio y, poder, puede ir cuando quiera.


Redactado para la convocatoria de septiembre (volver), de Divagacionistas.

Cabezada

—¿Te apetece? —preguntó él mientras jugueteaba con el dedo índice en el trozo de espalda que quedaba a la vista entre las asas del camisón de su mujer.

—Ahora noooo. Quiero descansar —respondió ella al tiempo que, arqueándose y agitando las caderas, se libraba de la mano de su marido.

Tras unos segundos mirando al techo, buscando otra estrategia para lograr siquiera retozar un ratito, rompió la penumbra y el silencio de la habitación con otra pregunta, esta vez con tono lastimero:

—¿Es que no te gusta?

—Esa no es la cuestión: hay cosas que gustan, y mucho, y a veces preferimos dormir… o incluso nos quedamos dormidos haciéndolas.

Con el ego algo dolido por la indirecta, se incorporó levemente apoyando el codo izquierdo en el colchón, e intentó reconvenir a su esposa:

—Eso no tiene sentido. Cuando a uno le gusta algo de verdad, está siempre dispuesto a ello.

Ella se giró para mirarlo a la cara, tiró de su cuerpo hacia arriba hasta quedar sentada, y replicó sin agresividad alguna:

—Pues sí que lo tiene. Por ejemplo, tú siempre dices que te apasiona el ciclismo, cuando hay una carrera importante no paras de hablar de ella, ni permites que nadie toque el mando a distancia a la hora de comer y en la sobremesa; sin embargo cuando te pones a ver el Tour en la televisión, no han empezado a subir el primer puerto y ya estás roncando.

—Pero… eso…

Quiso replicar, esta vez más para justificar la razón de ser de sus siestas, que para intentar despertar la libido en su cónyuge. Pero no encontró un argumento convincente.

—Buenas noches, cielo. Que descanses—se limitó a decir, al tiempo que apagaba las luces del cabecero.

Sin embargo, sería por darle vueltas en la cabeza a esa conversación, o sería por la sobada que había echado por la tarde, él no fue capaz de conciliar el sueño en toda la noche.


Redactado para la convocatoria de junio (dormir), de Divagacionistas.

Pocoyo

Era incómodo, y hacía muchísimo calor allí dentro. Además, entre que apenas se veía el exterior, y que costaba coordinar los movimientos, por momentos se hacía peligroso vestirlos. Y, la verdad, a veces las actuaciones eran un poco vergonzosas. Pero era lo que tocaba para sacarse un dinerillo y poder compatibilizar trabajo y estudios.

Aunque a sus padres no les gustaba aquello. Con lo listo que era y las ideas que tenía, con su buen expediente académico —de las mejores notas de su promoción en el doble grado en Económicas y en Administración y Dirección de Empresas—, siendo como era tan buena persona, no entendían que su hijo se metiese en aquellos exagerados disfraces e hiciese ridículos bailes, saludos y poses. Y por cuatro perras, además. De ahí que insistiesen en que lo dejase, en que buscase un trabajo más digno, más propio de un joven tan prometedor.

Al principio esos reproches familiares hacían mella en él, pero al poco empezó a responder a ellos siempre con la misma afirmación: tengo un plan. Y así debía ser, porque tras unos meses de hacer fiestas infantiles y la BBC (bodas, bautizos y comuniones), donde básicamente tocaba enfundarse personajes Disney y otros dibujos animados televisivos y cinematográficos, pasó a dedicarse más a interpretar a todo tipo de animales y muñecos en eventos empresariales, galas culturales y competiciones deportivas. En un par de años, ya estaba contratando estudiantes para meterse en aquellos pesados trajes de fieltro y espuma, mientras él se centraba en tareas no menos molestas como publicitar sus servicios y crear una cartera de clientes. Luego vino la incorporación al equipo de animadores socioculturales, publicistas y diseñadores, y con ello el salto a los medios de comunicación y la digitalización del producto.

Ahora es el CEO de una empresa de marketing y branding especializada en mascotas corporativas, que factura millones de euros al año, y de la que han salido muchos de los animalillos que vemos a diario en los anuncios de aseguradoras, agencias de viajes, alimentación, etc. Tal vez uno de los secretos de su éxito sea precisamente que antes de tomar una decisión relevante, lanzar una campaña, o estampar su firma en un contrato, siempre recuerda sus inicios. Y es consciente de que, hasta hace poco, él mismo era en parte Pocoyó.


Redactado para la convocatoria de mayo (mascotas), de Divagacionistas.

Colombianos

—Al final, los colombianos estos aún van a ser como los esquimales.

—No sé a qué se refiere, jefe.

—¿No dicen que los esquimales tienen cien palabras diferentes para llamar a los distintos tipos de nieve? Pues estos cabrones, seguramente también: según lo pura que sea, según la plantación de la que provenga, según el beneficio que le saquen… —hablaba sin levantar la vista de la mesa ni parar de contar billetes.

—Me perdone, pero he oído que eso no es verdad —el tono del patrón traslucía un cierto temor a llevarle la contraria al capo.

—¿Lo qué? Da igual, déjalo, sea por unos o por otros, eso que se pierden. Nosotros sin embargo sí que tenemos un montón de palabras para la lluvia… y a la vista de estos fajos está claro que ayer aquí sí que precipitó, pero a base de bien. ¡Una buena arroiada… de fariña y de cuartos! —la frase acabó con una risotada y una mirada de complicidad entre ambos.

Todavía tardaron un buen rato en acabar cada uno su faena: el uno, lubricar los motores, llenar el depósito, y cubrir la planeadora con una lona; el otro, ayudándose de unas gomitas, hacer pequeños cilindros de un millón cada uno, calcular el montante total, y separarlo en varias mochilas y cajas, como era costumbre para facilitar luego su reparto.

Mientras arrastraron la enorme puerta corredera de la nave que usaban como escondrijo, en la que podía leerse Efectos Navales Meco, y se despidieron, no repararon en la vieja furgoneta de una supuesta panadería que estaba aparcada a unos metros, en una explanada en penumbra. En su interior dos cabos de la Guardia Civil rebobinaban la cinta de la grabadora y tomaban fotos de los sospechosos. Estaba claro que, antes o después, en Galicia siempre se está a punto de tener que gritar, ¡agua!


Redactado para la convocatoria de enero (nieve), de Divagacionistas.

Jardín

—No lo dudes, si puedes, cómprala: te cambiará la vida —afirmé con rotundidad.

—¡Uf! Es una pasta de narices. ¿No será mejor meterse en una casa, que eso es para siempre?

Quise contarle cuanto me arrepentía yo de no haberla pillado antes, pero la idea me retrotrajo a mi historia de idas y venidas.

Dejé el nido familiar cuando me fui a la capital a estudiar la carrera, lo que supuso varios años de piso compartido de estudiantes. No lo pasé mal, pero obviamente era algo provisional. Una etapa a quemar.

Justo después, tras incorporarme al mundo laboral, tuve la que fue mi primera pareja de verdad, y nos animamos a la convivencia: primero en un pisito de alquiler, y más tarde, al ver que la cosa duraba y trabajo no faltaba, nos mudamos, hipoteca mediante, a una moderna urbanización en las afueras. Pero ni la piscina ni la pista de pádel pudieron camuflar que cuando algo no funciona, no funciona.

Así que liquidé todo, pasé el trago de la separación, y volví a mis orígenes. Pero después de años de independencia no quería volver a dar explicaciones a mi familia, así que tras unos meses de alquiler, los que tardó la constructora en finalizar el ático que compré sobre plano cerca del pueblo, hice la que pensaba sería la última mudanza, la última transición, el último cambio de lugar, el último trasiego de subir y bajar cajas, maletas, muebles… y emociones.

—Además tanto tiempo ahí, un poco como un jipi o un yanqui, tiene que ser incómodo por lo pequeño ¿no? —comentó, sacándome del ensimismamiento—.

—Mira, hay autocaravanas que son más grandes y lujosas que muchos pisos. Y desde luego, por falta de jardín no será…

Su sonrisa dejó claro que había entendido la ironía.

—Entonces, ¿valdrá la pena?

—Depende. En mi caso sentía que el apartamento era mi casa, pero no mi hogar; que cada vez tenía más objetos pero menos experiencias. Y ahora sé que mi sitio no está un lugar concreto, que mi casa son mis lecturas, mis paisajes, mis paseos, mi gente…

Decir algo así en alto me hizo ser más consciente. Y me alegré de haber sido valiente, de haber optado por una casita con ruedas, de poder disfrutar del sendero que caminé hoy y de la carretera que recorreré mañana.


Redactado para la convocatoria de diciembre (hogar), de Divagacionistas.