Dividido

Que la atractiva colaboradora del vestido de noche conoce el funcionamiento del truco, es obvio. Que el tímido voluntario que sale de entre el público para el gran truco final está compinchado, lo suponemos. Y que todo es un trampantojo para engañar a nuestros sentidos, es sabido por todos.

O eso creía hasta la fatídica noche en que asistí, ignorante de mi destino, a aquella gala benéfica.

Cuando el mago sacó aquel artilugio de estética amenazante y miró a su auditorio pidiendo colaboración, la gente se hizo el avión. Yo también desvié la vista, por supuesto. Pero él me señaló e hizo un gesto con la mano para que me acercase.

No sé qué macabro resorte se activó en mí, pero cuando me di cuenta avanzaba desde mi butaca hacia el escenario, movido más por la presión social que por voluntad propia.

El ilusionista y su ayudante, sin preguntarme mi nombre siquiera, supongo que para no romper el ambiente de suspense, me introdujeron prestos en aquella caja que cerraron con varios pasadores. Al momento, el artista tomó la primera de aquellas grandes cuchillas, la enseñó al respetable con unos grandilocuentes gestos y, sin pensárselo, atravesó la caja.

Se me cortó la respiración. Sabía que aquello era un simple espectáculo de magia, que lo que allí se simulaba no era real. Pero en mi interior algo pasaba. No sangraba, no me dolía, no necesitaba gritar… pero tenía claro que me partía por dentro. Y con cada estocada la sensación de rasgarme y desdoblarme se agudizaba.

Cuando la sala enmudeció de la impresión, fue retirando las armas poco a poco mientras yo las notaba deslizarse dentro de mí. Un momento después abrieron la caja y me ayudaron a incorporarme, aparentemente sano y salvo. Mostró a todos el interior de aquella especie de ataúd, para demostrar que no había ni trampa ni cartón, y una ovación lo despidió mientras daba las gracias y me invitaba a volver a mi sitio. Aturdido como estaba, ni recuerdo qué actuación presentaron a continuación.

Varios años después, todavía no entiendo bien qué pasó allí. Solo sé que desde entonces soy otro, o mejor dicho otros, porque ahora mi cuerpo y mi mente están divididos. Los médicos dicen que es un trastorno mental, pero yo, nosotros, sabemos que aquello fue la verdadera causa.


Redactado para la convocatoria de febrero (ilusión), de Divagacionistas.

Caramelos

—Profe, profe, ¿antes del recreo nos dejas un rato para tomar la tarta y repartir las chuches que trajo Héctor? —no había entrado aún en el aula y ya lo abordaba una alumna auto-erigida en delegada del grupo por un momento.

— Antes de nada, buenos días. ¿Estás de cumpleaños entonces, Héctor? —preguntó avanzando entre los pupitres—. ¿Cuántos son, 45? —siempre hacía esa broma, especialmente a los más pequeños.

—¡Noooo, profe! Cumplo 11 —respondió el homenajeado, algo extrañado.

Pensó en escabullirse de la petición, porque esas cosas derivaban luego en problemas y quejas: que si los dulces, que si los envoltorios… Además, le echaba para atrás que estaba cerca la primera evaluación e iba justo con el temario, y cada minuto desaprovechado implicaba ajustar la programación didáctica para poder impartir todo el currículo.

Pero que en pleno siglo XXI, chavales a punto de pasar al instituto, que van de modernos acoplados a sus smartphones, mantuviesen viva esa costumbre que ya existía en la época de la EGB (en la lejana Transición él mismo había llevado a clase bolsones de caramelos a granel), le parecía hasta tierno.

—Vale. Si trabajamos bien hasta ese momento, no habrá problema —comunicó a su expectante audiencia, con un tono algo melancólico, mientras ordenaba en su mesa el portátil y las fotocopias.

Ambas partes cumplieron. No hicieron falta recordatorios, y la explicación se cortó unos minutos antes de lo prometido.

Esa misma tarde, en casa, cubriendo faltas y calificaciones en la aplicación informática de la consejería, su vista cayó, por casualidad, en la fecha de nacimiento de Héctor: ¡era de abril! No entendía nada: o la base de datos estaba incorrecta, o le habían tomado el pelo, o algo pasaba.

Al día siguiente, llamó a Héctor al pasillo y le preguntó al respecto. El crío, con total naturalidad, le dijo que eso era antes. Le contó lo del accidente, lo de las consiguientes pruebas médicas, lo de la urgente intervención a vida o muerte, y lo del duro postoperatorio. Y como desde entonces, y ya iban cinco años, en su casa su aniversario se celebraba coincidiendo con su paso por el quirófano.

No supo qué decir. Solo le dio las gracias y le dijo que podía volver a su sitio. Él permaneció un instante en el pasillo: debía enjugar una lágrima.


Redactado para la convocatoria de enero (renacimientos), de Divagacionistas.

Derramaremos

El aplauso fue más tímido de lo que esperaba. Estaba claro que no iba a ser una ovación, más típica de los mítines y eventos multitudinarios, que de estas ruedas de prensa en las que solo están los representantes de los medios de comunicación, los altos cargos y algunos personajes del aparato político. Pero tampoco contaba con un simple palmotear de algunos de sus acólitos, mientras incluso miembros del propio partido permanecían inmóviles y con cara de circunstancias. Aun así, el Presidente continuó con tono contundente:

—Tomaremos las armas para defender nuestros ideales y nuestros intereses. Nuestro pueblo no le fallará al Estado, a la Nación, a la Patria…. ¡Derramaremos hasta la última gota de nuestra sangre si es preciso!

Pronunció con especial ímpetu la última frase, al tiempo que un enhiesto dedo índice en su mano derecha apuntaba a las cámaras desplegadas frente al atril, e hizo una de esas pausas dramáticas que los redactores de sus discursos le marcaban en las notas con unos puntos suspensivos entre dos corchetes.

Justo cuando iba a continuar, un periodista —probablemente de un medio afín a la oposición, puesto que la práctica habitual era incomodar solo a los del bando contrario—, lanzó una pregunta simple y descarada, sin esperar siquiera al turno de palabra:

—Presidente, ¿usa la primera persona del plural porque usted también se unirá a las tropas sobre el terreno?

Aquellas palabras, en directo y delante de su audiencia favorita, le sentaron como un verdadero ataque: uno de mayor envergadura que las amenazas de sanción que recibía de los líderes de diversos organismos internacionales.

El Presidente se puso visiblemente nervioso y a punto estuvo de responder con un exabrupto, pero el Ministro de la Guerra —cartera que, curiosamente, había sido creada en aras de mantener la paz—, le hizo un gesto de contención. Bien sabía él, por todos los informes de inteligencia que manejaba, que no había que enfurecer a la masa, que la calle no estaba a favor del despliegue militar ni de que el país, que bastantes problemas tenía ya, se embarcase en un conflicto bélico, fuesen cuales fuesen los supuestos argumentos que pudiese haber detrás.

El gabinete, que, sorprendentemente o no, estaba con el periodista y con la gente, y se percató de que era el principio del fin. Pero, por desgracia, tarde, ¿y a qué precio?


Redactado para la convocatoria de febrero (sangre), de Divagacionistas.