El pasillo estaba oscuro y, pese a las muchas siluetas que, absortas en sus rituales, se entrelazaban en los costados, transmitía una gran sensación de soledad. Con la mirada fija en su destino —aquella puerta del fondo a la derecha a la que tanto ansiaba llegar en aquel momento—, avanzó despacio, intentando ignorar a aquellos seres de la madrugada.
Cuando sólo quedaban un par de metros, levantó el brazo para disponerse a abrir la puerta, pero justo antes de que su palma se apoyase en la madera (pues no había picaporte), surgió una mano de la nada oscura, y la asió fuertemente por la muñeca.
Dio un salto hacia atrás, más por lo inesperado del contacto que por sentir temor, pero incluso así no consiguió zafarse.
—¡Suelta! ¡Déjame en paz! —le espetó decidida al rostro de facciones duras que asomaba por la penumbra.
—Pero mujer, tranquila… llevo esperando por alguien como tú toda una eternidad —respondió él con voz profunda y tono irónico—. ¿Acaso no te alegras de haber sido la elegida? Otras querrían… y no pueden —continuó mientras se adelantaba hacia la luz para mostrar toda su corporeidad y su sonrisa fingida.
—¡Pues yo no! —con un decidido movimiento se liberó de aquel rudo agarre—. Yo no creo en los fantasmas: ni en los de sábana blanca, ni en los de ouija, ni en los de gimnasio y gomina. Así que ya puedes abandonar mi mundo, o el que va a sufrir problemas eres tú.
Pálido y con rictus serio, se esfumó al instante: tuvo claro que se había topado con un ser superior a él. Ella entró en el baño, agobiada, pero contenta de saber que había ganado otra batalla al Mal. Pero el Mal seguía ahí fuera, acechando a víctimas más crédulas.
Redactado para la convocatoria de mayo (fantasmas), de Divagacionistas.
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