Despedida forzosa

—¡Abra! Sabemos que nos está escuchando.

Y así era, pero eran ellos los que no lo estaban escuchando a él. Respondió echando el pasador doble a la puerta principal y cerrando, ceremoniosamente, la acristalada que separaba el recibidor del salón.

Lo atravesó caminando despacio, y justo antes del balcón, se giró y fue repasando la estancia, más con la memoria que con la mirada: el mueble con las fotografías familiares, la lampara que trajo de casa de su madre, la mesa en la que comían y cenaban a diario (cada vez en mayor silencio), el sofá… Ese sofá en el que a menudo se quedaban dormidos juntos cuando pretendían ver una película tras llegar cansados del trabajo; ese sofá en el que tantas veces habían hecho el amor; ese sofá en el que ayudaba con los deberes al mayor y jugaba con el pequeño; ese sofá de las siestas de desconectar.

Si le preguntasen en ese momento, diría que no sentía ira, ni tristeza, ni remordimientos, ni culpabilidad: sentía añoranza de los momentos felices en ese universo que giraba en torno a aquella sala y aquel sofá.

Pero los que esperaban en el rellano no parecían preocupados por eso. Representaban al sistema, ese que sólo consideraba aquello «un piso», «una casa», cuando en realidad era una vivienda, un hogar, un punto de referencia para la estabilidad y el crecimiento de una familia. Y él eso no alcanzaba a comprenderlo. Si fuese de un particular sin otros recursos, un pensionista o un trabajador como él, podría llegar a entenderlo: sería el hambre de una familia contra el de otra; pero en el caso de una entidad multimillonaría, que al día siguiente ni siquiera se enteraría de la ejecución…

—¡Abra, por favor, o nos veremos obligados a romper la cerradura!

Era sí o sí. Sonrió hacia una fotografía que colgaba de la pared, se giró, dio un par de pasos, y se agarró a la barandilla metálica. Mientras pasaba la pierna derecha al otro lado vio como abajo en la calle, frente al portal, había algunos miembros de la PAH y algún que otro periodista, pero no repararon en él. Pasó la otra pierna y, sin demora, se inclinó al vacío. Mientras se precipitaba cerró los ojos, pero seguía viendo el sofá.


Redactado para la convocatoria de junio (despedidas), de Divagacionistas.