Apoyó sonoramente los cubiertos en la mesa, intentando disimular una clara indignación. La insinuación le sentó peor que el vaso de agua fría que había bebido encima de la crema de calabaza que degustaron de primero.
–¡Ni TOC, ni TAC, ni leches! Es una costumbre como otra cualquiera –afirmó contrariado.
–Tranquilo, no te lo decía por mal. Simplemente me llama la atención tu manía de…
–De manía nada –la cortó antes de que siguiera por ese camino–. Una costumbre como otra cualquiera.
Había ido a ese restaurante para encontrar a alguien que lo comprendiese, no que lo juzgase. Además estaba seguro, aun sin conocerla, de que ella también hacía cosas similares. Porque todo el mundo las hace, conscientemente o sin darse cuenta, pero las hace. Hay quien prefiere los bocadillos con el pan abierto solo por un borde, y quien tiene que partirlo totalmente a la mitad; hay quien se fija en qué cara de las galletas tiene a la vista cuando las mete en la boca, y a quien le saben mejor cuando moja varias a la vez, e incluso hay quien las golpetea contra la mesa para que no dejen migas luego en la leche, mientras otros suspiran porque hagan papilla; y sobre las distintas formas de comer la carne ya ni hablamos, se podría escribir un libro. Y luego está el tema de la cubertería y la vajilla: eso sí que es una fuente de excentricidades.
–Lo mío es una cuestión de estrategia culinaria –argumentó en una especie de disculpa que nadie le había pedido–, una decisión personal para disfrutar de la comida. ¿Por qué tendría que dejar en el plato los fusilli que adoro, los de espinacas, habiendome llenado en parte de los que menos me gustan? ¿O por qué tomarlos ya fríos por darle prioridad a otros menos sabrosos? No tendría sentido.
Observó durante unos segundos el rostro perplejo de su acompañante. Bajó la mirada hacia el plato y, como quien desinteresadamente juguetea con el tenedor, siguió haciendo montoncitos con la pasta: verde, rojo, amarillo.
Redactado para la convocatoria de enero (rarezas), de Divagacionistas.
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