Vejez

Aquella fotografía se lo reveló con toda su crudeza. “¿Quién me mandaría a mí haber ido a la cena de empresa?”, se preguntó. Era solo un mecanismo de defensa para desviar el foco de lo que allí se evidenciaba.

Lo cierto es que, ya desde antes de sus recién cumplidos cuarenta, había indicios de lo que estaba pasando: elegía el ascensor más que las escaleras; era incapaz de ver el telediario sin refunfuñar ante cada noticia; las digestiones se habían vuelto más pesadas, y las visitas médicas más frecuentes; e incluso a la hora del sexo, pese a que le encantaba, le costaba ponerse en situación. Pero él no lo veía, o no lo quería ver. Hasta que su índice pulsó dos veces en el teléfono, y la imagen que le había llegado al grupo de WhatsApp se amplió en la pantalla.

Apartando la vista, en un burdo intento de culpar al mensajero, insultó mentalmente a la persona que había tomado la instantánea con ese plano, especialmente por haber usado un ángulo picado (totalmente normal cuando alguien que está en pie encuadra a los comensales que están en los postres).

Y volvió a fijarse en la imagen. Ahí estaban, varios compañeros y compañeras, jóvenes y bien parecidos, o eso creía en ese momento, y en el medio él. Su rostro sonriente estaba coronado por una frente más amplia de lo que recordaba, en la que dos grandes entradas, perfectamente simétricas y surcadas horizontalmente por las primeras arrugas, casi contactaban con la zona del cogote en la que el blanquecino cuero cabelludo se dejaba entrever a través de la capa de pelo cada día más rala.

Lo que tenía ante sus ojos no era distinto de lo que aparecía en el espejo cada mañana cuando se preparaba para salir de casa, pero el hecho de verlo así, estático, inmortalizado, intensificaba la percepción de una realidad: había llegado, y para quedarse.

Resignado, salió de la aplicación y guardó el aparato en el bolsillo delantero de sus vaqueros. Al menos, no tenía canas.


Redactado para la convocatoria de diciembre (entrada), de Divagacionistas.