Salió del trabajo con ganas de no volver a aparecer por allí nunca más: «¡Pelma de jefe y mierda de compañeros, que ni eso saben ser!».
En el aparcamiento se dio cuenta de que tenía un pequeño golpe en el lado del copiloto. Viendo el sitio y la forma, probablemente habría sido quien aparcó en la plaza contigua al abrir la puerta con poco cuidado. Pasó los dedos por la chapa para comprobar como de profunda era la hendidura, y se mordió el labio de la rabia.
—Y ni una nota ni nada… ¿Para qué pagará la gente el seguro si luego no lo usan?
Subió al coche e intentó no pensar en ello, pero acabó dándole vueltas al asunto: que si con su póliza a terceros le tocaría pagar el arreglo, que si sería mejor esperar unos meses porque en ese momento se agolpaban los recibos, que si al precio que estaban el gasoil y el peaje iba a tener que ir al trabajo en autobús… Y de ahí su mente saltó a otros temas: el aumento de la letra de la hipotéca («¡maldito tipo variable!»), la necesidad de buscar una fuente de ingresos extra, no poder ir de vacaciones en una buena temporada… Hilvanaba una cuestión con otra sin conseguir apaciguarse.
Encendió la radio para distraerse. Parecía uno de esos modernos programas sensacionalistas sobre fútbol, que parecen más bien prensa del corazón, y de la más cutre. Pero no, aunque era algo parecido: unos tertulianos discutían sobre política arrojándose mutuamente adjetivos como populista o facha. Aguantó sólo un par de kilómetros. Bastante ansiedad tenía él ya, como para contagiarse de aquella crispación.
Unos minutos de conducción más tarde, acercándose ya a su barrio, se topó con el atasco habitual. Como todos los días, tocaba resignarse.
En su portal todavía le esperaba otro contratiempo: el ascensor estaba averiado. Respiró hondo para contener las ganas de soltar una patada, y encaró las escaleras cabizbajo.
Pero, nada más entrar en el piso, aquel pequeño cuerpecito, alertado por el ruido de las llaves, acudió raudo hacia él, trotando con poco coordinadas zancaditas que producían un gracioso vaivén del pañal. Se agachó hasta su altura, se abrazaron, y, ¡plof!, todos los problemas desaparecieron.
Redactado para la convocatoria de abril (magia), de Divagacionistas.
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