Brigada

Con cada palazo el traje protector pesaba más, pero la motivación y la adrenalina le hacían mantener el ritmo. De vez en cuando paraba unos segundos para limpiar la visera del casco, empañada por el sudor, y tomar unos sorbos de agua para prevenir la deshidratación. Obviamente, tenía ganas de descansar, porque llevaba así horas y horas de fatiga acumulada, pero miraba el panorama a su alrededor y, sin saber de dónde, le volvían las fuerzas.

El proceso era simple: golpeaba los matojos ardientes y los tizones que tenía a su alcance. Cuando consideraba dominados esos pocos palmos de terreno, avanzaba unos pasitos sobre la tierra caliente y estéril, y volvía a repetir su baile de buenas intenciones.

Aunque sabía que no debía ignorar las consignas del capataz, y que tenía que estar alerta, pendiente de los condicionantes de extinción, actuaba de forma mecánica. Mientras sus brazos y su espalda subían y bajaban, miraba de reojo al cielo. No era una súplica, era una búsqueda. Pero infructuosa: no había Luna que le dijese que su universo seguía en pie pese al desastre natural; tampoco había nubes que la cubriesen, anticipando una lluvia que sería tan bienvenida en su familiar Galicia. Sólo encontró un enjambre naranja y gris, chispas y ceniza flotando a muchos metros del suelo, movidas por el viento hasta que se unían al manto de residuos que lo cubría todo.

La transpiración corporal, la respiración anhelante, y puede que alguna lágrima, volvieron a enturbiar la pantalla plástica. Se quitó los guantes, la limpió, y aprovechó para frotarse los ojos: picaban, y no sólo por el humo. Se volvió a equipar, y siguió a lo suyo. No era momento de rendirse: ya volverían los cielos limpios, los astros claros, los bosques verdes, y los días tranquilos. Mientras tanto, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, arriba…


Este no era mi relato para la convocatoria de octubre (luna) de Divagacionistas, pero los acontecimientos piden improvisar otro, homenaje a los que luchan contra el fuego.