Déjà vu

Me sirvo el desayuno habitual y lo tomo mientras pienso en nada. Cojo el coche y hago, casi en piloto automático, el trayecto hasta el trabajo: los mismos cambios y frenadas, el atasco en el mismo lugar, la misma chica que se maquilla mirándose en el retrovisor parada en el mismo semáforo, la misma duración del trayecto… Al fichar coincide la hora de ayer. En la mesa de al lado Javier intenta cuadrar un balance, pero le falla por unos céntimos. A mí me mandan revisar otro proyecto y hacer otro informe siguiendo el modelo. Cuando termino hago un descanso, y en la cafetería no hay novedad: se repiten las caras y las consumiciones cotidianas —no hace falta decirle al camarero “lo de siempre”, pues ya lo trae sin que abras la boca—. Subo y hasta el mediodía contesto, con las fórmulas y los argumentos usuales, los correos electrónicos que esperan en la bandeja de entrada. Desficho, deshago mis pasos, y conduzco hasta casa: los mismos cambios y frenadas, los mismos autobuses de transporte escolar, la misma falta de aparcamiento en mi calle… Entro en casa y dejo la cartera y las llaves en su sitio, cuelgo la cazadora en su percha, y caliento uno de los tupper-ware que mi madre deja en su visita de los domingos. Con el estómago lleno voy al baño: mi tránsito intestinal tiene una asombrosa regularidad. Me tumbo en el sofá y dormito mientras repiten la enésima temporada de la típica sitcom americana de argumento poco original. Enciendo el ordenador y me conecto a mi red social favorita, en la que todo el mundo publica con asiduidad pero sin contar nada relevante ni noticiable. Y llega la hora de cenar, normalmente un bocadillo y una taza de leche con galletas, para no tener que cocinar. Me aseo, preparo la ropa para mañana (casi igual a la de hoy), y me acuesto.

Justo en ese momento me invade una sensación extraña. ¿Esto ya lo viví? No lo creo. No creo que esto sea vivir.


Redactado para la convocatoria de enero (Déjà vu), de Divagacionistas.