Flexo

Lo habían explicado en aquellas charlas sobre técnicas de estudio del instituto, en las que además de enseñarnos a hacer esquemas y resúmenes, hablaban sobre cómo organizar un horario personal o como organizar los periodos de estudio. Decían que los diestros debemos poner la lámpara en el lado izquierdo de la mesa (los zurdos, obviamente, en el lado derecho), a una altura y con un ángulo adecuados. De no hacerlo así, nuestra propia mano proyectará una molesta sombra sobre el papel, justo en el lugar donde estamos arrastrando el bolígrafo, o el útil que estemos empleando.

Siempre pensé que esas cosas eran menudencias a las que no valía la pena prestar atención. Pero porque nunca me habían comentado como afectan a la escritura, y a la vida.

No me di cuenta hasta un día en que quise empezar un párrafo con la frase «Al verla su rostro se inundó de alegría». El flexo estaba bajo y en el lado incorrecto, y con la sombra de marras apenas podía distinguir mi caligrafía. Cuando fui añadiendo más líneas y mi muñeca fue bajando por la parte blanca de aquel folio, pude distinguirlo claramente. Ponía: «Al verla su rostro se inundó de melancolía».

Pensé que había sido un simple despiste, una mala jugada del inconsciente, así que taché la palabra incorrecta y escribí: «alegría». Una a, una l, una e, una g, una r, una i con tilde, y una a. Pero al apartarme ligeramente, allí estaba de nuevo: «melancolía» —justo al lado de otra «melancolía» cruzada por una línea horizontal—.

La pluma tembló en mi mano. Miré atrás por si había algo raro en la penumbra que envolvía la habitación, y eché la mano al flexo para iluminar una porción más amplia de aquel espacio. Y casi entré en shock viendo como las palabras volvían a su estado original. La intensa luz de la bombilla azul transformó el contenido de aquel escrito, que volvía a hablar de alegría —por partida doble, tachada y limpia—.

En los meses siguientes fui experimentando y, poco a poco, controlé la técnica. Redactaba historias y pequeños poemas que, una vez finalizados, leía bajo diferentes luces, ángulos e intensidades, para que se volviesen optimistas o pesimistas. Pero siempre me queda la curiosidad de saber qué tono tendrán cuando apago la luz.


Redactado para la convocatoria de mayo (luz), de Divagacionistas.

Zancaditas

Salió del trabajo con ganas de no volver a aparecer por allí nunca más: «¡Pelma de jefe y mierda de compañeros, que ni eso saben ser!».

En el aparcamiento se dio cuenta de que tenía un pequeño golpe en el lado del copiloto. Viendo el sitio y la forma, probablemente habría sido quien aparcó en la plaza contigua al abrir la puerta con poco cuidado. Pasó los dedos por la chapa para comprobar como de profunda era la hendidura, y se mordió el labio de la rabia.

—Y ni una nota ni nada… ¿Para qué pagará la gente el seguro si luego no lo usan?

Subió al coche e intentó no pensar en ello, pero acabó dándole vueltas al asunto: que si con su póliza a terceros le tocaría pagar el arreglo, que si sería mejor esperar unos meses porque en ese momento se agolpaban los recibos, que si al precio que estaban el gasoil y el peaje iba a tener que ir al trabajo en autobús… Y de ahí su mente saltó a otros temas: el aumento de la letra de la hipotéca («¡maldito tipo variable!»), la necesidad de buscar una fuente de ingresos extra, no poder ir de vacaciones en una buena temporada… Hilvanaba una cuestión con otra sin conseguir apaciguarse.

Encendió la radio para distraerse. Parecía uno de esos modernos programas sensacionalistas sobre fútbol, que parecen más bien prensa del corazón, y de la más cutre. Pero no, aunque era algo parecido: unos tertulianos discutían sobre política arrojándose mutuamente adjetivos como populista o facha. Aguantó sólo un par de kilómetros. Bastante ansiedad tenía él ya, como para contagiarse de aquella crispación.

Unos minutos de conducción más tarde, acercándose ya a su barrio, se topó con el atasco habitual. Como todos los días, tocaba resignarse.

En su portal todavía le esperaba otro contratiempo: el ascensor estaba averiado. Respiró hondo para contener las ganas de soltar una patada, y encaró las escaleras cabizbajo.

Pero, nada más entrar en el piso, aquel pequeño cuerpecito, alertado por el ruido de las llaves, acudió raudo hacia él, trotando con poco coordinadas zancaditas que producían un gracioso vaivén del pañal. Se agachó hasta su altura, se abrazaron, y, ¡plof!, todos los problemas desaparecieron.


Redactado para la convocatoria de abril (magia), de Divagacionistas.

Desconocidos

Aquella situación no podía durar más. Metió en una mochila unas cuantas cosas básicas, salió de casa sin mirar atrás, y cogió el autobús en la parada más próxima.

—Deme un billete para el primer vuelo internacional que haya —pidió en la primera ventanilla que vio al llegar al gran hall del aeropuerto.

—Pero, ¿a dónde quiere viajar exactamente?

—Me da igual. Iré a donde me lleve el avión, y punto —su voz sonaba amigable, pero firme y decidida.

—Como desee. Déjeme consultar en el programa informático. —Movió el ratón por la alfombrilla mientras con su dedo índice izquierdo pulsaba sonoramente el TAB del teclado—. La verdad es que pensaba que estas cosas sólo pasaban en las películas —comentó a media voz, saltándose el protocolo de atención al cliente establecido en la aerolínea.

—No lo sé, la verdad. Hasta hoy no he llevado una vida precisamente muy interesante; mucho menos cinematográfica. Pero se acabó: quiero novedades, correr aventuras… sentir la vida. Y, ¿por qué no?, vivir situaciones de esas típicas de la gran pantalla.

—Como subir a un taxi y decir: ¡siga a ese coche! —la voz tras el mostrador sonaba comprensiva y empática.

—¡Exacto! Es justo eso.

—O como cuando dos desconocidos se topan por casualidad en un comercio o una acera y una simple frase, un roce o un olor, provoca un flechazo, y sabemos que, pase lo que pase, cuando lleguen los títulos de crédito estarán juntos.

—¿Qué pasa ahí? ¡A ver si avanza la cola! —una voz brusca surgió de la parte trasera de la fila.

—Tranquilícese, por favor, en breve será su turno —el tono fue correcto, pero traslucía el hartazgo de quien tiene que luchar día a día con quejas por retrasos o por tarifas de facturación abusivas, y soportar condiciones laborales cuestionables.

Tras reconvenir al viajero impaciente, se mantuvieron la mirada mutuamente durante un instante.

—Mira, he cambiado de opinión. Mejor dame dos billetes, para el primer vuelo internacional que parta… después de que termines tu turno.

Y así, en unos segundos, sin saber hacia donde volarían unas horas más tarde, ambos tuvieron claro su destino.


Redactado para la convocatoria de marzo (destino), de Divagacionistas.